La masacre minera de San Juan, acaecida en la madruga del 24 de junio de 1967, no figura en las páginas oficiales de la historia de Bolivia, aunque se mantiene viva en la memoria colectiva y se la transmite a través de la tradición oral, de generación en generación, convirtiéndola en algunos casos en cuentos y leyendas, como sucede con los hechos históricos que se resisten a sucumbir entre las brumas del olvido. Y si lo cuento aquí y ahora, es porque fui testigo de esa horrenda masacre a los tres días de haber cumplido los nueve años de edad.
Todo comenzó cuando las familias mineras se retiraban a dormir después de haber festejado el solsticio de invierno alrededor de las fogatas, donde se bailó y cantó al ritmo de cuecas y wayños, acompañados con ponches de alcohol, comidas típicas, coca, cigarrillos, cachorros de dinamita y cuetillos. Mientras esto sucedía en la población civil de Llallagua y los campamentos de Siglo XX, las tropas del regimiento Ranger y Camacho, que horas antes habían tendido un cerco al amparo de la noche, abrieron fuego desde todos los ángulos, dejando un saldo de una veintena de muertos y setenta heridos entre las punzadas del frío y los silbidos del viento.
Se estima que los soldados y oficiales, que ingresaron por la zona norte entre las nueve y once de la noche, partieron en trenes desde la ciudad de Oruro la tarde del 23 de junio. El sereno de la tranca, que los vio llegar armados dentro de los vagones, intentó informar a los dirigentes del sindicato y las radioemisoras, pero fue intimidado por los oficiales que prosiguieron su marcha. Así, alrededor de las cinco de la mañana, comenzó la balacera para victimar a hombres, mujeres y niños. En un principio, ante el ataque sorpresivo, algunos confundieron las ráfagas de las ametralladoras con los cuetillos y el estampido de los morteros con la explosión de las dinamitas.
La empresa, en complicidad con los masacradores, cortó la luz eléctrica aquella madrugada, para que las radios no pudiesen transmitir ninguna alarma a los pobladores; en tanto los soldados, que estaban apostados en el cerro San Miguel, cercano de Canañiri, La Salvadora y el Río Seco, bajaron como recuas de asnos por la escarpada ladera y ocuparon a fuego los campamentos, la Plaza del Minero, la sede del sindicato y la radio “La Voz del Minero”, donde fue asesinado el dirigente Rosendo García Maisman, quien, parapetado detrás de una ventana, defendió la radio con un viejo fusil en la mano.
La matanza duró varias horas bajo el sol del 24 de junio. Los muertos se desangraban junto a las cenizas de las fogatas y los heridos acudían al hospital, mientras las madres, aterradas por los disparos y los gritos, intentaban calmar el miedo y el llanto de sus hijos. En medio del caos y el espanto, no faltaron los hombres que, en un intento desesperado por defenderse, se armaron de dinamitas y capturaron a algunos soldados, a quienes les despojaron de sus uniformes y les quitaron sus armas. Pero todo hacía suponer que era ya demasiado tarde para preparar una resistencia organizada. En la Plaza del Minero se llenaron los soldados y la jurisdicción de la provincia Bustillo fue declarada “zona militar”.
La masacre fue ejecutada por órdenes expresas de René Barrientos Ortuño, cuyo gobierno bajó los salarios a niveles de hambre, desabasteció las pulperías, prohibió el fuero sindical y desató una sañuda persecución contra los dirigentes políticos y sindicales, con el propósito de destruir sistemáticamente el eje principal de la resistencia en el seno del movimiento obrero. De hecho, según testimonios de primera mano, se sabe que para el 24 de junio se tenía previsto la realización del ampliado nacional de los mineros en Siglo XX, con el fin de exigir un aumento salarial y apoyar a la guerrilla del Che con “dos mitas de su haber”, equivalentes a dos jornadas de trabajo. Una suma importante si se considera a los aproximadamente 20.000 trabajadores que por entonces tenía la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).
El gobierno y las Fuerzas Armadas, informados de los preparativos del ampliado y asesorados por la CIA, se apresuraron en ocupar los centros mineros para evitar cualquier apoyo moral y material destinado a los guerrilleros que se batían a tiros en las montañas de Ñancahuazú. Consiguientemente, lejos de la ilusión de encender una chispa libertaria en el continente americano, los mineros del altiplano y los guerrilleros comandados por el Che eran asesinados con las mismas armas y por los mismos enemigos, separados los unos de los otros, sin verse la cara ni compartir la misma trinchera contra los mercenarios de la CIA y las tropas del ejército boliviano.
René Barrientos Ortuño, quien sabía maniobrar sus siniestros planes respaldado en el “pacto militar-campesino”, que él mismo estableció con la burocracia oficialista de los sindicatos del agro, justificó la masacre bajo el pretexto de que el ejército tuvo que disparar en defensa propia y que era necesario “combatir el proceso subversivo” de los mineros en Siglo XX, dispuestos a organizar un foco guerrillero para plegarse a la gesta armada de “los barbudos extranjeros” en Ñancahuazú.
Al mismo tiempo que la indignación popular corría como reguero de pólvora a lo largo y ancho del país, los “sindicatos clandestinos” organizados en el interior de la mina, aparte de declarar por unanimidad un paro de 48 horas en protesta contra la masacre, ratificaron sus justas demandas: retiro de las tropas del ejército, devolución de la sede del sindicato y de la radio “La Voz del Minero”; respeto al fuero sindical, libertad incondicional para los dirigentes detenidos y confinados, indemnización a las viudas de los asesinados y exigencia para que no sean desalojadas del campamento; reposición de los salarios a los niveles de mayo de 1965 y, como si fuera poco, se fijó también una cuota quincenal de diez pesos por obrero, para gastos del sindicato y para adquirir armas. La resistencia popular, en escala nacional, encontró su vanguardia indiscutible en los sectores mineros que, por su alto grado de conciencia política y convicción combativa, estaban decididos a defender sus derechos más elementales y continuar declarando a Siglo XX “territorio libre”, en un franco desafío contra la dictadura militar.
A la masacre siguió la represión y el despido de los “agitadores” de sus fuentes de trabajo. Unos fueron a dar en las mazmorras y otros en el exilio, las viudas y los huérfanos fueron expulsados del campamento sin indemnización ni derecho a nada y la masacre de San Juan quedó en la impunidad. La ola de persecución se planeó en el Alto Mando Militar, con el claro objetivo de liquidar físicamente a los dirigentes más esclarecidos de la resistencia obrera. Así fue como dieron con el paradero de Isaac Camacho, uno de los principales líderes de los “sindicatos clandestinos”, a quien, luego de apresarlo el 29 de julio, en una casa cercana de la Plaza Nueva en Llallagua, lo torturaron brutalmente y lo desaparecieron sin dejar rastro alguno.
René Barrientos Ortuño, además de la masacre minera, fue el responsable directo del asesinato, encarcelamiento, tortura y desaparición de varios opositores a su gobierno, hasta el día en que murió calcinado en el mismo helicóptero que le obsequiaron sus aliados del norte. No obstante, a pesar de los múltiples testimonios de esta sombría historia, todavía hay quienes exaltan su “patriotismo” y le llaman “el general del pueblo”; cuando en realidad no era más que un simple general golpista, un aviador entrenado en Estados Unidos y un servil lacayo del imperialismo, que supo aprovechar su mandato presidencial para saquear los recursos naturales en medio de un país que se desangraba en la miseria y lloraba a sus muertos bajo la bota militar. (educabolivia.bo)
Por: Victor Montoya